De acuerdo a las ciencias sociales el miedo puede aprenderse en la sociedad, de hecho, es factor primordial en el desarrollo del individuo al permitirle establecer límites dentro de su campo de acción, para no incurrir en situaciones que amenacen su integridad. Es esa “emoción primaria” que nos permite dar una respuesta para defendernos y al mismo tiempo adaptarnos. Además, estas ciencias también expresan que de la misma manera que el miedo se aprende, también se puede aprender a no tener miedo.
Y eso es precisamente lo que anhelo y en lo cual trato de entrenarme todos los días, a aprender a vivir sin miedo. Porque vivir con miedo es vivir en la cárcel de nuestros pensamientos; es sentir que esa “perturbación angustiosa” va perdiendo su temporalidad para convertirse en un estado casi permanente. Es como una batalla constante de nuestro ser interior. Una batalla que mantiene nuestros músculos tensos y nuestra respiración muy corta. Una batalla sin tregua que va consumiendo nuestras fuerzas.

No es una tarea fácil dejar de sentir este miedo cuando vivimos rodeados de un peligro real que amenaza constantemente contra nuestras vidas. Pero no podemos convertirnos en ermitaños en nuestras cuevas. Debemos ser muy prudentes, pero jamás permitir que este estado de anarquía e indiferencia nos arranque el derecho a vivir sin miedo. El derecho a sentir que nuestro corazón late a su ritmo fisiológico y no que defendiéndose quiera salirse de nuestro pecho y siga latiendo aceleradamente cada día.
“Todo individuo tiene derecho a la vida, a la libertad y a la seguridad de su persona”. Este es un derecho fundamental del hombre y todas las naciones están en la obligación de convertirlo en su máximo ideal. Y de esforzarse en promoverlo en sus instituciones mediante la educación y el respeto para asegurar que cada individuo sea plenamente capaz de disfrutarlo.
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